La primera vez que pasé la navidad en la Ciudad de México, mi madre, en su afán por animar la convivencia familiar de las festividades, decidió escuchar mis plegarias por hacer galletas navideñas. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero ella me recuerda exclamando con emoción que era el día más feliz de mi vida. Ja, tendía a exagerar ciertas cosas.
Hace un par de años quise retomar la práctica. Bajé de internet una receta y orgullosa de la proeza a emprender, una tarde hornee galletas de chispas de chocolate. El producto, un caramelo duro y extendido. Vaya decepción, (sí, mi hermano se lo comió de todas maneras).
El año siguiente encontré un kit para hacer galletas navideñas y buscando una manera de reivindicar mi talento, me aventuré una vez más. No había forma de que cometiera los mismos errores. Con ayuda de mis tías de Juárez y el escepticismo de mis primos como motivación principal, salieron las galletas de la primera charola. Carecían de forma pero no sabían tan mal. Las tandas posteriores salieron cada vez más agradables a la vista. Buen sabor, nadie se quejó. Dato curioso: en Juárez hace tanto frío en invierno que la cochera de mi abuela sirve como un refrigerador adicional, ahí las enfriaba.
Finalmente había quedado en paz con los dioses de los baked goodies. Por tercer año al hilo mis galletas han sido exitosas, cada año rebasando al anterior. Esta navidad cambié la receta por algo más osado, triple chocolate. Los que las probaron no me dejarán mentir, eran la hostia. Digo "eran" porque en menos de una semana no quedaba una migaja. De alguna manera compensa el hecho de que, posiblemente, nunca cocinaré una cena de navidad decente.